Resulta frecuente que cuando alguien se enfrenta situaciones críticas e imprevistas reaccione frente a ellas de forma poco racional, impulsivamente, buscando soluciones en la dirección y el lugar equivocados.
Ante un imprevisto que nos afecta directamente, frecuentemente tendemos a perder perspectiva y parte de la capacidad que en otras circunstancias tendríamos para afrontarla. Por ello disponer de ayuda profesional externa resulta esencial para poder enfrentarse a estas situaciones con las mayores garantías.
Al meditar sobre ello me viene a la memoria un experiencia vivida hace algunos años durante la realización de una inmersión con escafandra que pudo terminar en tragedia y que, aunque afortunadamente no tuvo mayores consecuencias, ilustra perfectamente como ante determinadas situaciones críticas los comportamientos de los directamente afectados tiende a adolecer de falta acierto.
Un grupo de seis buceadores, todos muy experimentados, fuimos a realizar una inmersión profunda en mar abierto, a 40 metros bajo las aguas de las costas del Maresme en Barcelona.
En las aguas del Mediterráneo, más bien oscuras en nuestras latitudes, este tipo de inmersiones se caracteriza porque durante el descenso, cuando todavía no se ve el fondo, se deja de ver la superficie, quedando durante un tiempo suspendidos en una especie de nada ingrávida, carentes de referencias, un limbo tenebroso en el que nadie escapa a un cierto sentimiento de angustia hasta que vislumbra el lecho marino y vuelve a ubicarse en el mundo.
A 40 metros de profundidad, el buceador se halla sometido a 5 veces la presión atmosférica, lo que convierte el aire que se respira en un gas extremadamente denso; como un plasma helado que llena los pulmones; el cuerpo se comprime y todo el equipo queda holgado por lo que, al tocar fondo, es necesario realizar un ritual de ajuste de los arneses y demás fijaciones del equipo antes de iniciar recorrido sobre el lecho marino.
Estábamos en ello cuando uno de los miembros del grupo nos llamó la atención gesticulando histéricamente y, antes de que ninguno pudieramos reaccionar, escapó descontroladamente hacia la superficie.
Una línea de 40 metros pintada en el suelo no parece gran cosa, vistos estos 40 metros hasta el suelo desde la planta número 12 de un edificio ya parecen algo más, pero desde el fondo del mar hasta la superficie parecen una eternidad.
Instintivamente todos miramos nuestros ordenadores de buceo que, nada más alcanzar el fondo, ya destellaban señalando un tiempo de descompresión para alcanzar la superficie con seguridad, y tras el compañero huido emprendimos un ascenso gradual temiendo encontrarnos lo peor al llegar a la superficie. Pero cuando la alcanzamos vimos aliviados como nuestro asustado compañero nos aguardaba flotando en el agua, aparentemente sano y salvo, mientras la alarma de su ordenador de buceo pitaba anunciado la transgresión de todos los protocolos de ascenso, afortunadamente sin mayores consecuencias.
Cuando se le preguntó qué le había pasado explicó que, al llegar al fondo, el regulador le daba poco aire, que le costaba mucho respirar y que se ahogaba.
Comprobamos su equipo y, efectivamente, el grifo de su botella de aire, al que estaba conectado el regulador que estaba usando, no estaba bien abierto y no ofrecía el caudal de aire necesario a aquella profundidad.
Visto así podría parecer lógico que si alguien esta bajo el agua y no puede respirar intente alcanzar lo más rápidamente posible la superficie pero, en este caso, nada más lejos de la verdad, porque si no tenía aire, en lugar de recorrer 40 metros alocadamente para conseguir el aire de la superficie llenando su cuerpo de peligrosas microburbujas, podía haberlo conseguido de cualquiera de sus 5 compañeros que estaban en un radio de 3 metros a su alrededor. Pero eso no es todo. En este tipo de inmersiones, por seguridad, todos los buceadores llevamos 2 reguladores completos, conectado cada uno a una grifería distinta de la botella de aire, y nuestro compañero, claro está, también, y cuando comprobamos su segundo regulador, éste sí funcionaba perfectamente.
No sería justo hacer juicios de valor sobre el comportamiento del compañero ante la situación vivida, pues uno nunca sabe a ciencia cierta cómo reaccionará frente a un hecho imprevisto que le sorprende, pero resulta evidente que en este caso el hecho podía haberse prevenido, y se podía haber evitado siguiendo el protocolo de revisión del equipo antes de la inmersión y, si se hubiera parado a pensar en que pese a todas las precauciones podía acaecer un problema, también podía haber previsto un protocolo de actuación a seguir para no tomar, víctima de la sorpresa, la decisión más irracional y peligrosa de todas las que podía haber tomado, lo que hubiera evitado teniendo previamente interiorizado un comportamiento adecuado a la situación.
Esta experiencia ilustra perfectamente la que debe ser una práctica aconsejable en cualquier organización ante la posibilidad de tener que afrontar situaciones críticas, porque al igual que en este caso la muerte acechaba al buceador imprudente, acecha también a las empresas que no se han preparado, por ello es muy importante:
1.- Estudiar los riesgos posibles y adoptar los protocolos de actuación adecuados para no incurrir en ellos.
2.- Tener previsto un protocolo de actuación específico a seguir para el caso de que el riesgo previsto se llegue a materializar.
3.- Tener previsto un protocolo de actuación genérico a seguir para el caso de que un riesgo no contemplado se llegue a materializar.
4.- Contar con la ayuda de asesores, con experiencia en situaciones críticas y perspectiva, tanto para preparar los protocolos de prevención de las mismas como para diseñar la estrategia a seguir y gestionar las situaciones conflictivas.
Todo ello dirigido a evitar en lo posible que se produzcan situaciones críticas y para tomar las mejores decisiones cuando estas resultan inevitables, porque tras la falta de perspectiva, la ausencia de previsión y la carencia de preparación, acecha el desastre y se esconden la crisis y el conflicto.